El florecimiento de Ramos
La vida es un estado de ánimo que cambia y sugiere según se interprete. Hay quienes deambulan por ella consumiendo la realidad a dentelladas famélicas como si el tiempo no fuera suficiente. Otros prefieren ceder al itinerario de la casualidad o causalidad, según se mire. Incluso hay quien acelera o modera su rumbo con desprecio al porvenir. Los escritores, por ejemplo, suelen sucumbir ante la avidez vital para demostrar que sus huesos merecen memoria y sus obras eternidad. Los periodistas, por el contrario, prefieren escoger el anonimato terrenal que proporciona su profesión, aunque muchos alcanzan la gloria porque en su pluma se adivina la necesidad o contingencia de quién podría haber sido y no fue. Los toreros, desparraman desvaríos inspirados en bravuconadas exquisitas y certeras. Y los futbolistas, (ay los futbolistas!), caminan con paso lento y pasmado por la aureola de prestigio que los envuelve. Pero el tiempo no es eterno. Sus vidas profesionales duran lo que tardan en consumirse sus nombres y sólo unos cuantos serán evocados como genios perpetuos.
La figura del futbolista suele adornarse con la contundencia de las condiciones temporales que deben representar. Sus edades que, por exigencias físicas y mercantiles, tornan entre los veinte y los treinta y tantos años no se adecuan a la realidad del marco que los envuelve. Sus rostros no son los rostros de jóvenes adultos que tramitan el florecimiento de la madurez. Sus gestos tampoco. Deben seducir la danza del millonario prematuro que acondiciona su vida a un ritmo vertiginoso y comparte lecho con supermodelo de urgencias. El camino, que acaba por quebrar a muchos, es un recorrido que acomoda y discrimina. La inteligencia, que en muchos casos se presenta ajena a parentescos gimnásticos, muere de inanición.
Ser futbolista es peliagudo. Las exigencias físicas y económicas condicionan los derroteros del nuevo héroe contemporáneo, y su gestación educativa deriva en cursos acelerados y desánimo cultural. Generalizar es peligroso y zoquete, pero sólo un puñado de ellos abandona la pétrea postura de un estribillo que impone la costumbre y se atreven a desparramar sus ideas frente a la cámara, micrófono o grabadora. Los más, escogen gestos de hemeroteca y muletillas. O escogían, porque la nueva moda del oscurantismo mediático les ha llevado a la caverna. Ya no presentan solicitud mediática ante quienes han hecho de sus figuras héroes necesarios. En nuestro siglo, la celebridad viene con el dorsal.
Sergio Ramos es uno de esos seres escogidos para pavonear sus huesos en los mejores pastos del mundo. Su calidad, forjada en la fábrica del Sevilla F.C., vivió durante demasiado tiempo al amparo de su temperamento. Amueblar la azotea no es sencillo, e incluso interioristas de primer orden abandonaron el puesto sin decorar el salón. Ramos es el prototipo de futbolista moderno y juvenil que se acomoda a las nuevas tecnologías para mantenerse en contacto con el vulgo y que ha tardado en madurar la idea de quién quiere llegar a ser. Se miró en el espejo de Maldini pero su juventud no le permitía discernir las obvias diferencias entre ambos. La más clara, el compromiso consigo mismo. Maldini siempre fue Maldini; Ramos era Sergio. Hasta ahora.
Ramos siempre prefirió ser central. Cuando llegó al Real Madrid, el centro de la zaga, esa comarca de ilustres como Hierro o Sanchís, era el territorio codiciado por el de Camas para forjarse como leyenda. Sergio sentía que alejado de las penurias de la banda sus posibilidades de éxito deportivo se calculaban inagotables. Quería descubrirse como epicentro de la grandilocuencia blanca. Con la llegada de Mourinho al conjunto blanco y el rumor del fichaje de Maicon para ocupar la banda derecha, sus esperanzas reaparecían ilusorias. Pero el precio del brasileño y el competente y eficaz ejercicio del andaluz como lateral en el mundial de 2010 le retuvieron en el puesto.
Una temporada después, y ajeno a oposiciones mediáticas, Ramos tuvo la oportunidad de reubicarse como núcleo de la zaga madridista. La lesión de Carvalho le proporcionó la oportunidad para gestionar su futuro. Su empleo anticipativo, el talante competitivo y sus condiciones temperamentales dieron la razón a los profetas que pronosticaron en su figura un central de garantías.
Consolidado como central la Eurocopa estaba destinada a reconvertir al joven internacional en lateral. Pero de nuevo la lesión de un veterano como Puyol le devolvían al núcleo de sus aspiraciones. En el torneo Ramos ha madurado amparado en el patrocinio de una posición que le permite desplegar sus aptitudes físicas y habilidades jerárquicas. Su magnífica empresa en el torneo europeo ha sido correspondida con alabanzas logrando contrarrestar la imagen deformada que se cimentó con anécdotas inoportunas. El éxtasis de la zalamería llegó cuando, a lo panenka, Ramos embocó un penalti en la tanda de semifinales de la Eurocopa espantando las fobias que él mismo engendró en semifinales de Liga de Campeones. Su certera conducta fue la guinda a un partido soberbio y trascendental con el que presentaba credencial de maduración y hacía olvidar sucesos chistosos e infantiles. Ramos ya es el central.
Su soberanía se enfrenta a la imagen post-cani que teníamos de él. A pesar de que continúa obstinándose en regalarnos fotografías en las que señala distintos objetos, Ramos ha alcanzado una cota de majestuosidad que no recordábamos en un central español. Incluso su corte de pelo oculta propósitos para redimirse de lo que llegó a ser. Sergio es feliz. Si como dijo Del Bosque en Jot Down, Hierro fue “mejor que Beckenbauer en todo”, Ramos puede comerse el mundo.
El triunfo a cambio del alma
Con la trigésimo segunda liga lograda por el Real Madrid, el conjunto blanco recupera el espacio que Florentino Pérez codiciaba desde su llegada hace cuatro años, en su segunda embestida como líder supremo, a la dirección de “La Institución“. Una dimensión de deshago que redime defectos del pasado y pero atenta con consecuencias colaterales. El título, formidable en cifras y percutido en lances contra el mejor Barça, es un bufido de aptitudes con el que recobrar la vehemencia y el refulgir de un club a la sombra de un coloso. Florentino Pérez ha alcanzado su objetivo a costa de subastar la limitada tolerancia a la serenidad de proyectos de futuro. Algo así como vender el alma al diablo.
Florentino hizo del señorío el emblema de su obra en su regreso a la entidad blanca. “Hay que devolver el Madrid al lugar que se merece y recuperar sus valores”, repetía en 2009, rememorando la mala praxis en sus predecesores, como la asamblea fraudulenta durante el mandato de Ramón Calderón. Para ello se amparó en escuderos más o menos admirados en el quehacer de sus funciones, pero impávidos en la decencia y la honestidad, como Jorge Valdano. Sus justiprecios pueden sentirse desmesurados y sus circunloquios excesivos incluso para un agudo argentino, pero su finura y ademanes deferentes no engañan. Valdano despachaba con inteligencia los contratiempos merengues procurando pocas veces titulares inconvenientes. Era dueño de una palabra gentil y educada. Pero su figura, imprescindible en el retorno de Florentino a la pesidencia, se tornó accesoria ante la necesidad de un cambio de rumbo. La seducción de los atajos sustituyeron a la lacerante paciencia. Desde la primera rueda de prensa de Mourinho, la facha del duo Jorge-José parecía impostada.
La trifulca entre Mourinho y Valdano germina en una serie de artículos del argentino en el ejercicio como analista de fútbol en el que criticaba los métodos del portugués. Con la temporada en curso, su convivencia se definió inviable y Florentino escogió a su aliado.
La preferencia marcó la hoja de ruta de un club en el que dominaba la necesidad de triunfos. Mourinho, alentado por el espoleo de su líder optó por sentar las bases de un dominio en el que era complicado replegarse. Con capacidad de mando, el entrenador blanco sometió a sus jugadores a la dictadura del soliloquio victimista y desvinculó al club del rumbo señorial que tanto defendió el presidente. En vez de instruir y encauzar el navío, Florentino estimuló la retórica del portugués en la Asamblea de Socios.
Lejos quedaban los momentos en los que se desestimó (oficiosamente) el fichaje de algunos jugadores en pro de no resquebrajar la imagen del club. El término “señorío” había alcanzado matices hasta entonces exiguos en la definición del vocablo. Mourinho era el señorío, y sus acciones señoriales. Con el consentimiento de la jerarquía y la aprobación de una afición que le corea y aplaude tras perder la liga ante el Fútbol Club Barcelona, el portugués conocía que sus galones eran sólidos.
La decadencia de su praxis ha evolucionado hacia una degeneración estrafalaria en la que el segundo entrenador vocera un guión adefesio. El esperpento alcanzó la parodia cuando Karanka se refirió al adiós de Guardiola.
Evidente, querido Watson Aitor. Como evidente es su posición.
El enésimo capítulo del grotesco señorío que anhelaba Florentino se vivió en la festividad conmemorativa del trigésimo segundo título de liga. Mourinho, neurótico en su egolatría señalaba al cielo una y otra vez que había logrado siete trofeos de liga. Su mérito, debía pensar, estaba por encima del Real Madrid. Al fin y al cabo, compró el alma del club.
La desventura de un oficio en altibajos
Mourinho funda su vanidad en la enumeración de los títulos cosechados. Los clubes que lo han amparado en su periplo por Europa fueron gestando el virus de la victoria, y tarde o temprano estiraron los dedos hasta rozar los cielos. A corto plazo el triunfo produce un resabio a regocijo, el sabor a las cosas bien hechas y la placidez por arribar a cotas que antaño se presumían peliagudas. Pero la mutación de la plaga es un azote que contagia veloz y arrasa con estamentos deportivos y extradeportivos. Cuando Mourinho llegó al Real Madrid su discurso se mantuvo en la arrogancia que acostumbraba, con altibajos retóricos y salidas de tono según requerían las circunstancias y el rumbo del equipo. En su primera temporada, la plática de “su verdad” produjo un efecto colateral que enarboló el orgullo de sus contrarios. La primera consecuencia el fatídico 5-0 que endosó el Fútbol Club Barcelona. La goleada marcó un punto de giro y Mourinho descubrió fantasmas y fobias. Con todo, el luso no salió mal parado, la Copa del Rey apaciguaba las ansias de la diosa Cibeles. Más cuando se ganó contra el Barcelona.
La segunda temporada exigía retos deportivos de mayor calado. La Liga BBVA, siempre lo dijo el mister, era el objetivo prioritario. Pero la afición y la Presidencia soñaban con la décima. En una semana el conjunto blanco había tomado posiciones para conseguir ambos títulos. El primero con la sentencia del manotazo en el Camp Nou. El segundo, sin embargo, se quedó a la vuelta de la esquina. Segundo año consecutivo con la miel en los labios.
El Bernabéu se engalanó con el frac de las noches de ópera para recibir al Bayern de Munich. Repetía Mourinho el once de Barcelona, pero con Marcelo en detrimento de Çoentrao. El brasileño, más ocurrente, aporta una melodía ofensiva que se acopla mejor con la sonoridad del Bernabéu. El partido y la eliminatoria parecían decantarse pronto con dos tantos de Cristiano Ronaldo en 15 minutos. En el primero no falló el luso de penalti para agitar los sentidos de un estadio que burbujeaba como el champan. En el segundo, el delantero aprovechó una asistencia de Özil al corazón de la media luna y definió con convicción, sintiendo que la bola besaría las mallas. Las ocasiones teutones agitaron los cimientos de la serenidad. Robben tuvo el empate a uno tras un centro desde la izquierda que le botó extraño. El holandés que antes se ajustaba a la moqueta madrileña no conocía que el prado se revela con los divorcios. Pero con el balón estático, desde el punto de penalti, no erró en su disciplina. La pena máxima vino provocaba por el infantilismo de Pepe, un central contundente que se aleja del guión demasiado a menudo. El 1-2 igualaba la eliminatoria y proponía una lucha de eterno desgaste.
Sufría el Madrid porque sus puntas no atinaban con los movimientos precisos y porque la ofensiva alemana desgarraba resquicios entre la zaga blanca. En una de esas, Casillas alejó una ocasión contundente de Mario Gómez. Término que el alemán acostumbra a celebrar. Transcurría el encuentro por derroteros imprevistos, con un Madrid algo sonámbulo que procuraba cubrir las carencias con el ropaje de arreones inconexos y convulsiones ofensivas. Pero el Bayern respondía a sacudidas, casi siempre de la mano de Robben. Precisamente fue el ex-madridista el que tuvo la última de la primera parte. Botó una falta directa al borde del área que esta vez Casillas atinó a despejar.
Después de la frontera de los 45 minutos, el Bayer observaba los espacios a los que nadie atendía y su superioridad en medio campo le proveía con situaciones de encanto. Supo ajustar líneas el Real Madrid y rebatir con los alaridos de la grada, pero no encontraba pretextos suficientes para hacer triangular el balón al corazón del área. Benzema guiaba la ofensiva y Arbeloa se ensañaba con el desamparado Ribery. No era suficiente, y como la prórroga amanecía en el horizonte de los 90 minutos, los entrenadores escondía sus cartas y aguardaban el devenir de la obra. Sólo Kaka, que adeuda con la institución blanca la gratitud por la paciencia en su rescate de sensaciones, salió antes del minuto 80. Elegantinho podría ser su apodo, porque pocos atesoran tanta calidad y la recrean con visón de juego. El brasileño no fue definitivo pero aportó oxígeno libre de humos. Pero el ocaso del tiempo reglamentario asoló sin consecuencias en el resultado.
La frontera entre lo que fue y lo que pudo ser se conoce como prórroga. Un diálogo sin contenido entre ambos conjuntos que medio entretuvo al graderío. No existió la alquimia de la gracia deportiva, y sólo un soliloquio de Marcelo, que inició en su área y concluyó en fuera de juego, desplegó pancartas de entusiasmo.
Llegaron los penaltis entre alabanzas de clamor al santo Iker Casillas. Los penaltis, que es la dimensión atemporal de contrastes, eyaculó sacudidas de deleite bávaro cuando Schweinsteiger condujo a los alemanes a su final. Antes del orgasmo, Casillas con dos estiradas, volteó los errores de Cristiano y Kaká. Alonso no falló en su empresa, pero Ramos ensayó un balón en el segundo anfiteatro. El resto es historia.
Tampoco en la segunda temporada de Mourinho, el Madrid luchará por la décima. Con la derrota del Barça ante el Chelsea, el curso del Real Madrid se hinchaba sobre la periferia de la realidad. Después de su tropiezo, el globo de la ilusión se desinfla. Es lo que conlleva atender a resultados y desechar las sobras de los contextos. Mourinho prometió resucitar al muerto con el virus de la victoria como hiciera en Portugal, Inglaterra e Italia. La pandemia muta despacio.
El caballo del malo
No soy amigos de grandes dispendios ni verborrea gestual. Celebro los goles con el corazón contenido en ademanes alejados de parafernalias exquisitas que levanten el vuelo. Soy conservador en aspavientos. Quizá por eso, en caso de ser entrenador, nunca me lanzaría al césped de rodillas ni correría fanfarroneando a lo largo del área técnica. Quizá por eso no me gustan las posturas alborozadas de Mourinho que levantan ampollas allá donde pasa y propaga herbicida sobra la césped que pisa y que parece que no volverá a crecer.
Pero no convivir con el protocolo del luso no le acredita como el malo de la película, ni todos sus gestos deben tomar la categoría de mojón deportivo. El pasado sábado 19 de noviembre, durante el encuentro que enfrentaba al Valencia con el Real Madrid, Mourinho celebró el gol de Cristiano, el 1-3, a lomos de Callejón. Lo hizo en un gesto de explosión entusiasta celebrando un tanto que parecía encarrilar la victoria en un territorio adverso. Sin embargo el saltito ha adquirido el cariz de gesto revelador, y Callejón se convirtió en el caballo del malo.
Mourinho, dicen algunos, cabalgó sobre un tic humillante para el valencianismo. Aspaviento antipático que le pudo salir caro si el árbitro en vez de córner hubiese concedido penalti por mano de Higuaín. No sufrió las consecuencias del posible empate, pero sí las de la crítica de cierto sector de la prensa.
Para salir absuelto de su festejo particular, Mourinho aclaró que el saltito no insultaba a Mestalla sino que, por el contrario, su afición debía entenderlo como un acto de concordia para con ellos. Vino a decir algo así como que una celebración tan sentida debía alegrar a la parroquia valencianista por no poner las cosas sencillas al todopoderoso. Excusas baratas.
En su presentación como técnico blanco, Mourinho aseguró que no iba a cambiar. Por eso no es de extrañar que trote en la grupa de sus pupilos cuando la victoria está al caer, ni que escupa palabrería asentada en la excusa de la hipocresía de la prensa, ni que se sienta víctima de una conspiración internacional que pretende elevar al Barcelona a las alturas. Sabíamos cómo era, cómo actúa y qué podíamos esperar de él.
El portugués tiene un estilo cimentado en la polémica del verbo fácil. Formas bandidas que se han vuelto contra él y reaccionan a cada uno de sus actos con embestidas. Todo se mira con lupa. Y aunque su ademán de jinete obedezca a la explosión del sentimiento, él mismo se lo ha buscado. Al fin y al cabo, se subió en el caballo del malo.
3 puntos de sutura
La velocidad es la estrella voraz de este Real Madrid. Le gusta correr y coger al rival desprevenido, y atacarle donde más duele, en una fugaz carrera armada con la destreza de sus delanteros. Poco se puede hacer ante la contundencia y agilidad del conjunto. Sin embargo, cuando el contrario se torna especulativo, esa velocidad que en los primeros envites de los partidos se mostraba cuasidefinitoria se traduce en un anhelo incómodo por dominar el balón.
Esquema pragmático que emuló ayer el conjunto de Mourinho, repitiendo por tercera vez consecutiva once inicial (Coentrao incluido). El cargo del luso afianza esa galopada conjunta que imprime el equipo, pero por momentos se transcribe en una desmesurada celeridad que acaba por anarquizar el partido. Demasiada verticalidad en manos de un lateral con cerebro de extremo, sin la visión del pivote ni la paciencia del compañero. El Madrid acusó ayer esa aceleración del encuentro, que incluso acabó por contagiar a la perfecta templanza. Özil, el caballero de la mediapunta, infectado por las prisas, cada vez se siente más delantero y, abandonado a la necesidad del gol y urgencia del último pase, olvida sus deberes como arquitecto. Una lástima.
El partido se presumía sencillo para los españoles. El Madrid, vestido de rojo treinta años después, visitaba al Dínamo de Zagreb en un estadio con marcadas connotaciones políticas. Una batalla campal en el Maksimir, el 13 de mayo de 1990, supuso el comienzo de la guerra serbio-croata. Aquel domingo interminable se enfrentaban el Dinamo de Zagreb con el Estrella Roja. No hubo muertos. Quizá el color de la camiseta de los merengues fue lo que confundió a Leko, que menospreció la ley arbitral y se cebó con el tobillo de Ronaldo. El más “guapo, rico y bueno” se quejó al terminar el partido pero el daño estaba hecho (3 puntos de sutura).
No desplegaron los españoles el juego de la Supercopa, cosa, que por otra parte, ya a nadie extraña. La máxima es la victoria, y la velocidad su principal arma. Incluso Alonso insistió en balones en largo. Pero el fútbol es presumido, y tras una primera parte algo anodina, una triangulación en el borde del área cegó al Dínamo de Zabreb. Marcelo hizo de Özil y asistió a Di María, que en perfecta sintonía marcó el único gol del encuentro.
Los croatas se desarbolaron tras encajar el gol, y no supieron achicar el agua que estaba hundiendo el navío. Sólo la bobería de un polvoriento Marcelo, que en dos acciones consecutivas recibió sendas amarillas, hizo fantasear a los locales. Aún así, el Madrid continuaba llegando con una velocidad descomunal. Al tiempo saltó al campo el creativo Lass, ese clon de mayordomo (que sin el 10 a la espalda parece más jugador), y la templanza cobró vida. Poco más en una noche sin grandes conclusiones. Los españoles continúan ganando, como siempre, sin un juego determinante. 3 puntos (de sutura) para comenzar la temporada en Champions.
Entre tanto, Mourinho en la grada con esa gorra de estrella hollywoodiense pero sin el carisma de los actores.
Goodbye Pellegrini
Me entero por Twitter de que esta tarde, a eso de las 18.30, Florentino ha convocado a la prensa. Suenan por las lejanías rumores sobre el cese de Pellegrini como entrenador del Madrid. Su puesto será ocupado, como medio mundo sabe, por el portugués Mourinho. No me lo esperaba, mira por donde. Pero resulta sorprendente que, después de que la prensa lleve varias semanas anunciando el trueque en el banquillo merengue, todavía no se haya anunciado nada. El señorío que difundía Florentino tras su investidura como presidente blanco, ha brillado por su ausencia. Un club de talla mundial que aspira a ser ejemplo en el mundo deportivo no puede, no debe, afrontar situaciones de modo tan infantil.
No es el momento de analizar si el cambio es arriesgado, necesario u obligado. Pero sí es la ocasión de preguntarse por el propósito que ha llevado al club de Concha Espina a eternizar la agonía de un entrenador que se sabía destituido antes de terminar la liga. Un caballero como Pellegrini, será mejor o peor entrenador, (adecuado o no para el Madrid), no merece el trato denigrante que se le ha concedido. Bien es cierto, supongo, que se marchará del club con un buen pellizco bajo el brazo. Pero al fin y al cabo, para eso están los contratos. Si me echan que me echen, pensará el chileno. Equipos no le faltarán.
Y es que Pellegrini ha echo las cosas bien, mejor de lo que otros hacen ver. Y todo a pesar de haberse encontrado con dos inconvenientes de tallaje XXL. Ambos ajenos a la plantilla: el primero es coyuntural, y es competir con el mejor equipo del mundo. Poco se puede hacer contra un conjunto tan bueno, tan equilibrado, casi perfecto. Sin embargo, la diferencia matemática, dice que el Barça es mejor que el madrid en 3 puntos. El segundo handicap, no por ello menos duro, pero sí más injusto, ha sido el discurso marciano de Marca, que parecía sustentado en alguna afrenta personal. Pero Marca ha conseguido, parece ser que así lo anunciará Florentino, lo que se propuso.
Esta tarde lo veremos. Quizá me haya precipitado al escribir esto, y el señor Perez anuncie la continuidad de Pellegrini y la absurda persecución contra el chileno quede en nada. Lo dudo.