Aduriz enfrenta el porvenir

Aduriz siempre fue querido en San Mamés. Sin la calidad de otros ilustres rojiblancos el delantero de San Sebastián ejerce, en los últimos partidos, como hombre ofensivo de un equipo acostumbrado a la agenda que marcaba Llorente. Su costura en el tejido de las plantillas en las que convivió le reembolsaron un billete de vuelta al equipo de sus amores, y la afición, acostumbrada a corear nominativos vascuences, le prueba su cariño los días de guardar.

Sin embargo, su llegada al Athletic Club careció de la tradicional recepción del entrenador, que esperaba contar con el apoyo de la directiva para gestionar la política de fichajes. Con la perspectiva que concede el tiempo, su incorporación se intuye como una maniobra de los dirigentes ante la desbandada con la que amenazó Llorente, y a pesar de que la fuga no fructificó, el auxilio que aporta Aritz Aduriz en el juego combinativo contribuye a estabilizar la bañera de nerviosimo en la que el Athletic remojó los tobillos al inicio de liga.

Después de una temporada excelsa el Athletic de Bilbao retomaba la competición oficial con sensaciones contradictorias en Liga y Europa League. Las amenazas de vahídos que procuraron los asuntos de Javi Martínez y Llorente intimidaban con amargar la transición de un club que todavía lucha por adaptarse al magín de un entrenador con ideas propias. El monólogo de Bielsa ambiciona un fútbol osado y rozagante, que, a pesar de la interpretación del curso pasado, tarda en alcanzar el esqueleto de un club.

En esas estaba el Athletic, que arrancó la liga indispuesto por el trayecto veraniego. Las derrotas ante Betis y Atlético de Madrid largaban a los leones a la cola de la tabla, y las sensaciones de martirio, arrinconadas el curso pasado, se adivinaban como un transvase de la angustia que marca el mercado de fichajes. Pero con el fin del plazo traspasos, y asumida la tesitura deportiva, el Athletic evocó, ante el Valladolidad, impresiones pasadas y se alivió a sí mismo, asentado en la liturgia que concede la grada.

Aduriz, que durante gran parte del partido no asomó la cabeza en la dimensión ofensiva, apareció en la frontera del minuto 70 para aligerar el peso de los 9 goles en contra en los dos primeros partidos. La faena del delantero no se acercó a evocar la contundencia con la que Llorente dominaba defensas rivales, pero siempre en movimiento, supo mudar a los centrales y arrastrarlos continuamente cuando llovían balones colgados desde la izquierda.  Su ejercicio, competente y pragmático, no le bastó para proclamarse el mejor del partido, pero contribuyó a recordar que Llorente no es sempiterno, y sobre todo a afrontar el porvenir con esperanza.

Vicente Blanco, ‘el cojo’ del Tour

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Vicente Blanco no andaba, se balanceaba desequilibrado sobre dos muñones. Sus pies, retorcidos en amasijos de músculos, habían sufrido varios percances cuando, en 1904, con 20 años trabajaba en la industria vizcaína, y se convirtieron en dos pelotas de molla y hueso. En el pie izquierdo, una barra de acero le procuró un agujero en el empeine; en el diestro, una máquina le machacó la extremidad y tuvieron que amputarle sus cinco dedos. Pero sobre la bicicleta Vicente, el cojo, mantenía el equilibrio y olvidaba sus penurias bípedas. Se impulsaba en sacudidas, esta vez, armónicas.

Vicente Blanco, que nació en Bilbao en 1884, pertenece a esa generación de deportistas que ejercieron en la frontera del amateurismo. La inestabilidad de profesionalismo pronto le derivó hacia una mentalidad trabajadora y tenaz. Los medios eran insuficientes y cada cual debía desgranar sus ambiciones como mejor intuía. Vicente comprendió que la bicicleta era el medio con el que podía igualarse al resto y buscó la celebridad en la cadencia del pedaleo. Sobrepasó el disparate cuando en 1910, para participar en el Tour de Francia, pedaleó desde Bilbao a París para inscribirse en la carrera. No la concluyó, pero su hazaña le granjeó un dorsal en la memoria colectiva.

Vicente incubó su maduración en el puerto de Bilbao. Pasó por angulista, trabajó en la siderurgia y se moldeó como botero. Pero fue en el deporte donde encontró la ruta para calmar sus necesidades. Se asomó al ciclismo con una bicicleta que encontró destartalada sin gomas en las ruedas. Como sus posibilidades económicas no le permitían comprar unos neumáticos nuevos, ató unas sogas del bote a las llantas y comenzó sus pedaleos. Se entrenó con empeño dejándose ver en carreras locales y escalando en la dificultad de agrandar su prestigio. En 1908 y 1909 alcanzó sus mayores éxitos al proclamarse campeón de España con el mallot de lana de la Federación Atlética Vizcaína.

En el nacional de 1908, el Cojo pedaleó desde Bilbao hasta la capital asturiana, donde estuvo a punto de no tomar la salida debido a la indisposición que le produjo el atracón de chuletas que se había dado el día anterior, pensando que necesitaba esa cantidad para aguantar. Fueron 100 kilómetros muy disputados, en los que tuvo que hacer esfuerzos formidables para mantenerse en carrera, superar su mal de vientre y sobreponerse a una caída producida a 30 kilómetros de meta. El Cojo venció a todos sus rivales porque recurrió a una triquiñuela para alzar el título. Vicente era conocido como un bravucón fantasma que trampeaba de sol a sol. En esta ocasión, se había escapado con varios compañeros pero no podía desprenderse de sus sombras. Cuando a medio recorrido había que firmar en un control de paso, Blanco se lanzó a rubricar su nombre con celeridad. Marcó en el papel a la vez que estampaba las posibilidades de sus contrincantes al quebrar la mina del lápiz y no permitir que estos firmasen el documento. Sin oposición, blanco llegó a la meta en solitario, muy por delante del segundo clasificado, Esteban Espinosa.

En otra carrera vasca, escondió cazuelas de bacalao en distintos puntos del recorrido para reponerse del cansancio. Antes de la salida, había anunciado que no recurriría al avituallamiento. Pero su palabra valía menos que una tajada de pescado.

Con sus ambiciones nacionales rebasadas, Vicente concluyó que el Tour de Francia, una carrera extrema que por primera vez atravesaría Los Pirineos, sería el baremo para medir su competencia. Se lanzó a la aventura de recorrer la distancia entre Bilbao y París, intentando llegar a tiempo para la primera etapa. Alcanzó su meta un día antes del comienzo de la prueba. La bicicleta y las energías parecían de tercera mano.

Sin tiempo para lamentaciones, pudo contactar con un mecánico español que trabajaba en la prestigiosa fábrica de bicicletas Alción, Joaquín Rubio, que le procuró una nueva bici y le ayudó a formar su inscripción. El diario organizador, L’Auto, le obsequió con el dorsal 155, que pertenecía a los “islotes” o desheredados; aquellos que sin equipo, se aventuraban solos en la carrera debiendo buscarse la vida para comer, alojarse o reparar la bicicleta.

Vicente Blanco no acabó la carrera. Existe incluso la duda de si completó la primera etapa, a pesar de que él siempre aseguró que sí lo hizo, aunque con el control cerrado. Las exigencias del Tour, que en 1910 hollaba por primera vez cumbres como el Tourmalet, fueron excesivas para un cojo de provincias. El propio Lapize, que aquel año ganaría prueba, gritó a los organizadores en lo alto del Aubisque una frase demoledora en la memoria: “Asesinos, sois una panda de asesinos”.

El Cojo no volvería a correr el Tour. Se conformaría con carreras nacionales como la Volta a Cataluña. Ya en 1913 abandonó la competición y se centró en su familia. El Cojo había tenido suficiente.

Hiroshima, una bomba de sufrimiento

«…La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. […] Había dado un paso cuando algo la levantó y la envió en volandas al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa. Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia e tejas le aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. […] Escuchó a un niño que gritaba: «¡Mamá, ayúdame!», y vio a Myeko, la menor enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al avanzar hacia ella, abriéndose paso a manotazos frenéticos, la señora Nakamura se dio cuenta de que no veía ni oía a sus otros niños».

Pasaje de ‘Hirosima’ de John Hersey.

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El 6 de agosto de 1945 el mundo quebró su alma. A las ocho y quince minutos de la mañana, hora japonesa, un racimo de venganza y barbarie estalló en Hiroshima y la bondad del mundo se consumió de la mano de 100.000 fallecidos. La explosión, acompañada de un resplandor tan brillante que duele, desveló perfiles inéditos de sufrimiento humano. Estados Unidos logró con el explosivo una posición privilegiada en la Segunda Guerra Mundial, a costa de liberar las cadenas de la crueldad.

Desde entonces, el mundo rezuma lágrimas ácidas y arrincona la humanidad. Desde entonces, un agujero corrompe la sustancia de la vida. O quizá venga de antes porque el hombre nunca supo aclimatarse al ejercicio de la naturaleza. En vez de altruismo y compasión, la envidia, competencia y maldad son quienes suministran el guión para representar la historia. Quizá no haya esperanza para la redención. Quizá no exista la redención. Al menos, cuesta creerlo.

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Más sobre el tema:

Fotografías de The Big Picture

Fotogalería de Magazine de The New York Times

Fogonazos

La estrella de Schumacher se extingue en la mediocridad

(Lee el original en El Confidencial)

Schumacher ha lucido durante mucho tiempo como la estrella de un deporte que ha evolucionado maniobrando en el patrocinio de su nombre. Sin embargo, ahora que el Kaiser gobierna un bólido que luce astro en la morrera, sus aspiraciones se estrellan en las tinieblas que marcan los peores números de inicio de temporada de su carrera. El deportista más admirado del primer lustro de siglo asentó su reinado en el rojo de Ferrari. La empresa fue tan contundente que sus 7 títulos mundiales, 91 victorias o 68 poles se vislumbran como fórmulas inalcanzables para el resto de pilotos. Schumacher acostumbró sus domingos bajo duchas de champán y privilegios honoríficos. No obstante, con su parón en 2006 Schumi perdió las prebendas hegemónicas de un espectáculo que progresa al ritmo desenfrenado que marca la inmediatez, y en esta temporada sus números parecen reflejos fantasmales de otra época.

Con su regreso a la F1 en 2010 a los mandos del coche titular de la escudería Mercedes, Schumacher pretendía ejercer de experimentado director de orquesta y encauzar la experiencia de los alemanes en la Fórmula 1. Acabó noveno y octavo en sus dos primeras temporadas, alejado de las escuderías punteras pero sin la opresión que suele ejercer la necesidad. Germinar un proyecto requiere de paciencia y perspectiva, para lo que Schumacher cumplía los requisitos de idoneidad.

Sin embargo, el crédito del alemán comienza a perder vigor por la presión de una losa que impide el despegue definitivo de Mercedes. Schumacher no ha logrado recuperar el domino del volante con el que coleccionó trofeos y su figura ya no despierta el interés de los vencedores. Después de los once grandes premios disputados hasta ahora, sólo ha logrado terminar la carrera en cinco ocasiones, lo que supone más abandonos que en toda la temporada pasada. Un registro desgarrador para quien acostumbraba a negociar el éxito en cada fin de semana. Sólo un tercer puesto en el Gran Premio de Europa y las clasificaciones del sábado, donde ha logrado cuatro terceros puestos en la parrilla de salida, proponen cierto destello para una bujía claudicante.

La sinceridad de los números no cede ante la nobleza del apellido, y la contundencia de sus conclusiones amenaza como un nubarrón de contingencias. Schumacher marcha décimo segundo, con 29 puntos, en una clasificación general donde sólo la catástrofe de Felipe Massa es observada con mayor incredulidad entre los equipos ‘grandes’. No obstante, el buen quehacer de Nico Rosberg no ha descolgado a la escudería alemana de un quinto puesto en la clasificación de constructores.Rosberg, que acompañó a Schumacher en el proyecto de Mercedes, afronta el parón veraniego sexto en la tabla después de haber logrado 77 puntos, 48 más que el Kaiser, y demuestra que el coche, a pesar de sus evidentes carencias, propone perspectivas de notoriedad.

La diferencia entre los pilotos es tal que, en una encuesta que la agencia de noticias SID realizó en mayo, el 55,4% de los alemanes considera que Schumacher debe retirarse a final de año. Pero Schumacher no cede en su empeño de progresar en el proyecto y ha reiterado en varias ocasiones que pretende continuar en el volante de Mercedes. Siempre que los rumores de la posible salida de la escudería de la competición no alcancen la categoría de hecho.

En todo caso, desde Mercedes se pretende encauzar el rumbo agónico con un proceso de reestructuración en su equipo técnico, según informó el martes la publicación italiana Autosprint. La información también especulacon un posible recorte de gastos en el monoplaza actual para centrarse en un nuevo coche. Noticia que arremetería contra los intereses directos de un Schumacher que hasta ahora sólo ha logrado completar el 69% de las vueltas de carrera, pero que supondría un halo de luz para la temporada venidera.

El episodio tragicómico se vivió en el Gran Premio de Hungría, donde la errónea posición de Schumacher en la parrilla de meta provocó el aborto de la salida. En vez de prepararse para otra vuelta de formación, el alemánapagó el motor por lo que tuvo que ser empujado hasta boxes por los comisarios. Cuando le preguntaron el motivo de la maniobra explicó que antes “solíamos hacerlo siempre así”. Hasta 2005 se solía retrasar la salida cinco minutos, pero en su última temporada en Ferrari ya se sustituyó el formato de reanudación por el actual, que impone una segunda vuelta de formación, descontada del total de vueltas de la carrera. El Kaiser pierde facultades.

Mientras tanto, Rosberg amenaza la posición de un piloto que regresó al circuito amparado en la creencia de que el pedigrí es suficiente. El bólido dista mucho de aquel Ferrari faraónico y contundente, pero la diferencia entre los dos pilotos de Mercedes es tal que quizá, como dijo Kapuscinski, “los jóvenes seguirán venciendo, porque el futuro es de ellos y los más viejos seguirán siendo prisioneros de su propia ceguera”. Ceguera provocada por la extinción de la estrella de Schumacher.

Schleck cae en Pau

La pequeña ciudad de Pau comienza a acostumbrarse a soportar asociaciones con el dopaje. Durante 64 veces el Tour ha hecho un alto en el camino en esta localidad francesa donde una analogía, procedente de la casualidad y no de un delito malévolo que originen sus vecinos, se repite como un déjà vu. El dopaje es una losa que no permite deportar la imagen deteriorada de uno de los deportes más duros y con mayores controles antidroga, y Pau, durante los últimos años, ha procurado la escenografía para una obra deplorable. En 2007, en un día de descanso, conocíamos el positivo de Vinokourov y la expulsión del equipo Astana de la carrera. En Pau, Rasmussen era expulsado; Cristian Moreni, detenido por testosterona; e Iban Mayo por EPO… En 2010, Alberto Contador devoraba un manjar contaminado que acabaría por consumir su imagen. Y ayer, el corredor luxemburgués Frank Schleck daba positivo por la «existencia de un resultado anormal (presencia de diurético Xipamida)» en uno de los botes donde miccionó el 14 de julio.

El informe de la UCI alteraba la quietud de un día de descanso precedente a la «gran obra», y Schleck, que el año pasado se subió al cajón final del Tour de Francia, era expulsado por su propio equipo de la carrera. Los diuréticos, que atesoran un efecto enmascarador y contribuyen a eliminar ciertas sustancias, no acarrean suspensión automática porque son considerados sustancias específicas. La UCI, por tanto, no podía actuar de juez supremo y solicitó al RadioShack que «tomara las medidas necesarias» para mantener la serenidad y ofrecer al corredor tiempo para preparar su defensa. La estrategia de la Unión de Ciclistas le permite, en caso de que finalmente Schleck sea absuelto tras el análisis de la prueba B, salir indemne de sus diligencias. Frank sería reconocido inocente, pero su imagen, manchada, no estará en París el 21 de julio.

Schleck defiende su pureza y niega haberse dopado. Asegura que las muestras sólo se entienden por un posible «envenenamiento». Sin embargo, reconocer el desconocimiento sobre la sustancia no juega a su favor, porque en caso de dar positivo en el contraanálisis, deberá explicar el origen. En caso de demostrar una procedencia legal del diurético se libraría del castigo. Alternativa complicada cuando únicamente se ampara en una intoxicación intencionada.

El dato «escalofriante» lo proporciona AS en su edición de hoy: «De hacerse efectiva la sanción a Franck Schleck, control adverso para la UCI, el último podio del Tour de Francia en el que ninguno de sus tres protagonistas dio positivo durante su carrera dataría de 1993».

El florecimiento de Ramos

La vida es un estado de ánimo que cambia y sugiere según se interprete. Hay quienes deambulan por ella consumiendo la realidad a dentelladas famélicas como si el tiempo no fuera suficiente. Otros prefieren ceder al itinerario de la casualidad o causalidad, según se mire. Incluso hay quien acelera o modera su rumbo con desprecio al porvenir. Los escritores, por ejemplo, suelen sucumbir ante la avidez vital para demostrar que sus huesos merecen memoria y sus obras eternidad. Los periodistas, por el contrario, prefieren escoger el anonimato terrenal que proporciona su profesión, aunque muchos alcanzan la gloria porque en su pluma se adivina la necesidad o contingencia de quién podría haber sido y no fue. Los toreros, desparraman desvaríos inspirados en bravuconadas exquisitas y certeras. Y los futbolistas, (ay los futbolistas!), caminan con paso lento y pasmado por la aureola de prestigio que los envuelve. Pero el tiempo no es eterno. Sus vidas profesionales duran lo que tardan en consumirse sus nombres y sólo unos cuantos serán evocados como genios perpetuos.

La figura del futbolista suele adornarse con la contundencia de las condiciones temporales que deben representar. Sus edades que, por exigencias físicas y mercantiles, tornan entre los veinte y los treinta y tantos años no se adecuan a la realidad del marco que los envuelve. Sus rostros no son los rostros de jóvenes adultos que tramitan el florecimiento de la madurez. Sus gestos tampoco. Deben seducir la danza del millonario prematuro que acondiciona su vida a un ritmo vertiginoso y comparte lecho con supermodelo de urgencias. El camino, que acaba por quebrar a muchos, es un recorrido que acomoda y discrimina. La inteligencia, que en muchos casos se presenta ajena a parentescos gimnásticos, muere de inanición.

Ser futbolista es peliagudo. Las exigencias físicas y económicas condicionan los derroteros del nuevo héroe contemporáneo, y su gestación educativa deriva en cursos acelerados y desánimo cultural. Generalizar es peligroso y zoquete, pero sólo un puñado de ellos abandona la pétrea postura de un estribillo que impone la costumbre y se atreven a desparramar sus ideas frente a la cámara, micrófono o grabadora. Los más, escogen gestos de hemeroteca y muletillas. O escogían, porque la nueva moda del oscurantismo mediático les ha llevado a la caverna. Ya no presentan solicitud mediática ante quienes han hecho de sus figuras héroes necesarios. En nuestro siglo, la celebridad viene con el dorsal.

Sergio Ramos es uno de esos seres escogidos para pavonear sus huesos en los mejores pastos del mundo. Su calidad, forjada en la fábrica del Sevilla F.C., vivió durante demasiado tiempo al amparo de su temperamento. Amueblar la azotea no es sencillo, e incluso interioristas de primer orden abandonaron el puesto sin decorar el salón. Ramos es el prototipo de futbolista moderno y juvenil que se acomoda a las nuevas tecnologías para mantenerse en contacto con el vulgo y que ha tardado en madurar la idea de quién quiere llegar a ser. Se miró en el espejo de Maldini pero su juventud no le permitía discernir las obvias diferencias entre ambos. La más clara, el compromiso consigo mismo. Maldini siempre fue Maldini; Ramos era Sergio. Hasta ahora.

Ramos siempre prefirió ser central. Cuando llegó al Real Madrid, el centro de la zaga, esa comarca de ilustres como Hierro o Sanchís, era el territorio codiciado por el de Camas para forjarse como leyenda. Sergio sentía que alejado de las penurias de la banda sus posibilidades de éxito deportivo se calculaban inagotables. Quería descubrirse como epicentro de la grandilocuencia blanca. Con la llegada de Mourinho al conjunto blanco y el rumor del fichaje de Maicon para ocupar la banda derecha, sus esperanzas reaparecían ilusorias. Pero el precio del brasileño y el competente y eficaz ejercicio del andaluz como lateral en el mundial de 2010 le retuvieron en el puesto.

Una temporada después, y ajeno a oposiciones mediáticas, Ramos tuvo la oportunidad de reubicarse como núcleo de la zaga madridista. La lesión de Carvalho le proporcionó la oportunidad para gestionar su futuro. Su empleo anticipativo, el talante competitivo y sus condiciones temperamentales dieron la razón a los profetas que pronosticaron en su figura un central de garantías.

Consolidado como central la Eurocopa estaba destinada a reconvertir al joven internacional en lateral. Pero de nuevo la lesión de un veterano como Puyol le devolvían al núcleo de sus aspiraciones. En el torneo Ramos ha madurado amparado en el patrocinio de una posición que le permite desplegar sus aptitudes físicas y habilidades jerárquicas. Su magnífica empresa en el torneo europeo ha sido correspondida con alabanzas logrando contrarrestar la imagen deformada que se cimentó con anécdotas inoportunas. El éxtasis de la zalamería llegó cuando, a lo panenka, Ramos embocó un penalti en la tanda de semifinales de la Eurocopa espantando las fobias que él mismo engendró en semifinales de Liga de Campeones. Su certera conducta fue la guinda a un partido soberbio y trascendental con el que presentaba credencial de maduración y hacía olvidar sucesos chistosos e infantiles. Ramos ya es el central.

Su soberanía se enfrenta a la imagen post-cani que teníamos de él. A pesar de que continúa obstinándose en regalarnos fotografías en las que señala distintos objetos, Ramos ha alcanzado una cota de majestuosidad que no recordábamos en un central español. Incluso su corte de pelo oculta propósitos para redimirse de lo que llegó a ser. Sergio es feliz. Si como dijo Del Bosque en Jot Down, Hierro fue “mejor que Beckenbauer en todo”, Ramos puede comerse el mundo.

Viva los inconformistas

Hay un merecido fervor en torno a la Selección Española de fútbol que despide un hedor adulador en quien se obceca en no ver más allá de su nariz. Tres días después de haber alcanzado nuestra tercera Eurocopa todavía hay quién se retuerce en la pertinaz ceguera que producen los títulos. La victoria es síntoma de salud colectiva, engendra felicidad y genera autoestima. Pero el triunfo no lo es todo y la crítica es el vestigio del inconformismo.

Yo soy crítico. Soy inconformista. España ha ganado su tercer título internacional consecutivo (eludiendo la redundante Copa Confederaciones). Una gesta que de por sí es espléndida y que se eleva hasta el origen de la fosforescencia, allá por el cinturón de Orión, cuando se consigue con un molde combinativo que falsea su verdadera complejidad. Jugar sencillo es lo más difícil. Somos los seductores del éxito y del buen juego. Ganamos en posesión, en intensidad, en defensa, en humildad, juego y ambiciones. Regentamos el reino del balompié con hegemonía y sin titubeos. Y esto, parece que todo el mundo lo comprende.

Sin embargo, hay quienes consideran que la victoria es competencia considerable y olvidan lo que estuvo detrás. No propongo un ejercicio de revisión histórica, tan común en estos días, del tipo: «estuve toda una vida para ver ganar a la selección» o «ya no agradecemos los éxitos porque estamos acostumbrados». Allá cada cual con sus incentivos, gratificaciones y exigencias. Cuando hablo del pasado, me refiero al tiempo más cercano, al que transcurría cuando se pateaba la bola en los pastos de Polonia y Ucrania. La selección, se llegó a decir, aburría. Jugaba sin referente y sobaba la bola como un adolescente recién estrenado en el mercado de la sexualidad. Los puristas se echaban las manos a la cabeza: !Cómo dudar de nuestra Roja!

Pues oiga, también es mi Roja y mi bandera, y de no ser por las cervezas que sostenían mi sopor durante el partido de Francia, me habría quedado dormido. Quizá dormido no, porque el barullo del bar puede con la necesidad; pero sí hubiese acabado deambulando por el cosmos adictivo de Angry Birds.

Roberto Gómez, columnista, periodista y tertuliano deportivo, se preguntaba esta mañana, en el coloquio de Radio Marca, ¿cómo puede aburrir una selección que ha ganado?, como si el éxito eliminase de un plumazo el rastro que deja en la tierra. Muy sencillo. Vivimos de comparaciones, y equiparando esta selección con la que alzó su primera Eurocopa en 2008, a pesar de que ganamos en la dictadura de la posesión y en la disminución de infartos, perdemos en verticalidad y vistosidad. España gana (algo que me tranquiliza y regocija), pero no divierte como debiera (algo que me preocupa).

Sin embargo mis temores no proceden de la carencia de seducción ofensiva (más que carencia, descenso del deleite respecto a otros momentos), ya la recuperaremos, sino de los aullidos mediáticos contra aquellos que no consideran el éxito comodidad suficiente para ignorar los instantes inapetentes. Hay un chillido general que se inclina como absoluto en contra de los acusicas. Alcemos la voz los inconformistas, denunciemos la resignación de aquellos que se adecuan al éxito como una pieza de puzzle y exijamos lo que esta selección puede ofrecernos: el triunfo y el buen juego.

Eliminatoria de ida o vuelta

Después de 60 celebraciones de gol y ningún empate a cero, la Eurocopa cabalga hacia las pasiones más irracionales, aquellas que florecen en los partidos, que desde cuartos, deambulan al borde de la navaja. Con los encuentros de eliminatoria se descubren los excesos y carencias de cada plantel. Especular en estas regiones puede resultar mezquino y nocivo a medio plazo, pero el asombro apalea a la cordura cuando se negocia con tacaño interés. Ya lo hizo Grecia en la Eurocopa de Portugal sorprendiendo a las casas de apuestas. Ese mismo año, el Oporto de Mourinho alzó la Liga de Campeones con la extrañeza con la que el Chelsea lo logró este curso. Que recen los dirigentes del cotarro para no ceder a la zozobra de los avaros.

España está libre de sospecha, a pesar de la petulancia (¿excesivo?) con la que se tramitó el choque ante Croacia. Concebir el empate como atributo para los cuartos hizo de La Roja rapiña para despojos del toque que nos encumbrara. Tramitar cada encuentro con algazara y superioridad es una tarea peliaguda que algunos se obstinan en negar. No hay plantilla moderna capaz de levantar un trofeo caminando con lozanía en cada uno de sus encuentros y que no sucumba, en un momento determinado, a la ayuda pagana del azar. España no es una excepción. Sin embargo, se levantan andamios de reproches en cada una de las decisiones de Del Bosque.  Hay quien considera un ultraje criticar las resoluciones del seleccionador que nos hizo campeones del mundo, como si la detracción y el juicio no ayudasen a avanzar hacia la racionalidad. El análisis crítico es sano y necesario siempre que se administre con honradez y se enfoque hacia el beneficio general. Los habrá, sin embargo, que lo tomen como desquites personales. Allá ellos.

Sea como fuere, España enfila los cuartos ante una selección imprevista. Francia, que decepcionó en el último mundial, crece con el entusiasmo que suscita, a ratos, el trapecio ofensivo. Los blues, se presupone, renunciarán a la pelota para defenderse con bandazos intermitentes. España propondrá el dominio que acostumbra, con o sin nueve. Precisamente fue Francia la última selección que eliminó a La Roja en un partido de eliminatoria de la fase final de una competición internacional. Por aquel entonces, Zidane adiestraba la cordura de su selección con la finura que le distinguía. A día de hoy, sin el astro, Francia se debate ante el resurgir de una generación con fútbol y capacidades. Sus problemas más recientes provienen del disgusto que sufrieron ante Suecia en el último partido de la fase de grupos. Con el combinado de Ibra ya eliminado, mostraron los franceses sus carencias defensivas y de motivación. Después de la derrota, por dos a cero, Francia se desquebrajó en el vestuario olvidando la trayectoria que les trajo a la Eurocopa. La fiebre agrieta. Se alcanzó tal temperatura que se especuló por momentos con el posible abandono de Ben Arfa. Dos días depués, con los ánimos sosegados, el berriche queda como anécdota.

Abre los cuartos de final la selección Portuguesa y República Checa, que comenzaron con dudas pero abordan el pulso pletóricas. El partido, idóneo para los galopes lusitanos, se presenta como una inmejorable peana para Cristiano Ronaldo y sus ambiciones en el Balón de Oro. Reincidir con un ejercicio de soberbia deportiva y esplendor goleador le aproximaría a un trofeo con acento argentino.

Alemania, que por estética y robustez se asemeja a una escultura renacentista, presentará credenciales ante Grecia. El partido, marcado por el carácter socio-político que invade Europa, contiene todos los argumentos para un espectáculo tenso y tirante. Los teutones, única selección que ha ganado sus tres partidos, son los favoritos. Grecia se aferrará al espíritu de la Eurocopa de Portugal para seguir administrando esperanzas en un pueblo mermado socialmente.

El último partido de cuartos aguarda un choque entre Inglaterra e Italia. Los pross, que ya han recuperado a Rooney no terminan de proponer una praxis eficiente. Todavía no han perdido, pero su fútbol dista mucho del de las grandes favoritas. Sólo sus aparejos temperamentales pueden sentirse como determinantes. Italia pretende ofrecer condiciones suficientes para pasar a semifinales. Alejada de su idiosincrásica pragmática de catenaccio, la azurra propone una versión más linda de sus cualidades. Sin hacer ruido se ha colado, como siempre, en unos cuartos de final que se antojan divertidos. Veamos a dónde nos llevan.

Perpetua nobleza en el gol

El 26 de abril de 1986 una explosión de hidrógeno en el reactor 4 de la central nuclear de Chernobil pulverizó la rutina internacional para convertirse en uno de los mayores desastres medioambientales de la historia. Un ensayo que simulaba el suministro eléctrico fue el preludio de la catástrofe. El exceso de dióxido de uranio, grafito, carburo de boro y demás gases funestos, materiales radiactivos y tóxicos que se desplegaba en forma de bolsas radiactivas, como pétalos de rosa, superó en más de 500 dosis al que liberó la bomba radiactiva de Hirosima. 31 personas murieron en el acto y más de 116.000 tuvieron que ser evacuadas de las zonas contaminadas, abandonando áreas de los países de Europa central durante muchos años. En el pueblo ucraniano de Dvirkivshchyna, entre los afectados por el desalojo se encontraba un niño de nueve años ajeno a las consecuencias de su evacuación hacia el mar Azov, Andiy Shevchenko.

Por aquel entonces, Sheva ya expelía nobleza y reuniones con el gol. Su talento, usufructo de la fidelidad con el tanto ya había sido atisbado por Lobandovsky, director técnico del Dynamo de Kiev, quien reconoció en el prometedor joven una clarividencia para el futuro engranaje ofensivo del Dynamo. Sin embargo, aquel estruendo de padecimiento postergó el florecer del delantero como si la tierra contaminada, que impedía el brote de la flora, castigase también las esperanzas de Sheva.

Pero su calidad le reservaba un lugar en las categorías inferiores del Dynamo, donde se forjó como goleador insaciable. Debutó con el primer equipo en 1994, y tras lograr las semifinales de la Liga de Campeones en 1999 (temporada en la que eliminó en cuartos al Real Madrid), la joven estrella fue traspasada al Milan. En Italia conquistó la Serie A, una Liga de Campeones y una Copa de Italia. Su importancia en la consecución de los éxitos milanistas fue reconocida con el Balón de Oro en 2004 (después de haber optado a él dos veces). Shevchenko, cuyo primer recuerdo dirigía a sus compatriotas, porque «atraviesa unan situación difícil» y consideraba que «esta gente merece la democracia«, se convertía en el primer jugador con nacionalidad ucraniana en alcanzar el galardón. Antes, ya lo habían conseguido Oleg Blojin (1975) e Igor Belanov (1986), pero por entonces, Ucrania pertenecía a la URSS.

En el primer partido que disputaba Ucrania en la Eurocopa que organiza junto a Polonia, ante Suecia, de nuevo Shevchenko agasajó a su nación con una ofrenda de entusiasmo y gozo que alcanzó mayor hilaridad por lo inesperado del desenlace. El delantero, a sus 35 años, desnudó las pasiones para observar el bienestar en su concepción más natural. Sheva es eterno:  «me siento de 20 años, aunque tengo 35. Es una victoria fantástica y me siento fantástico» comentaba el delantero después del partido. Con sus dos tantos Ucrania elevaba al cielo la promesa de una satisfacción consagrada. En el primer gol, recibía un balón colgado al primer póster, en esa dimensión donde los grandes delanteros demuestran sus ambiciones para con la celebración. Cabeceó como siempre supo. El segundo tanto acarrea más significado. En un saque de esquina, se zafó de Ibraimovich, delantero que ahora se pavonea en su casa milanista, para ajustar la bola con la testa. El pretérito rossonero constató que hay rockeros que nunca mueren.

El decano del gol, de 35 años, todavía no ha asegurado dónde jugará la temporada que viene. En la pasada campaña las zancadas del tiempo se cebaron con el deterioro de su espalda y sólo pudo jugar en una veintena de partidos, ninguno entre enero y abril. En Ucrania la afición y la prensa no confesaban su admiración por la inclusión de Sheva para la Eurocopa.   Blokhin, el seleccionador uraniano veía innegable su participación. Tanto, que antes del partido contra Suecia le dijo a Andrei «que había soñado que iba a marcar dos goles». Sheva, sin embargo, no le creyó.

España no embellece

Inauguró España la estrella en un Europeo con paso trémulo y dubitativo. Cuando eres campeona del Mundo y clara favorita para cualquier envite que surja no es sencillo embellecerse a costa de los propósitos rivales. La discreción con la que La Roja consiguió su segunda Eurocopa es una percepción lejana y efervescente porque la notoriedad de los «jugones» se hacía corpórea tan rápidamente como lo hacía la culminación de necesidades históricas. España, ahora sí, es una de las grandes, y su celebridad acarrea una competencia palpable que abruma como la atracción gravitatoria. Cada selección con la que se cruza La Roja, se empeña en ejercer de antagonista y exhibir atribuciones que le auguren un futuro en las quinielas. Italia, necesitada de orgullo y piedad, no quería desperdiciar la ocasión de situar su fútbol a la altura de las favoritas y desquitarse de la incómoda verruga de los amaños de partidos. Lo consiguió renunciando a su avaro cattenazzio, descubriendo que alejando los intereses del sórdido ejercicio defensivo el fútbol se acicala con magnificencia y gracia. Maquillada, Italia es más bella. Tanto que embelesó a La Roja para firmar un empate a uno que no obsesiona a ninguna de las dos selecciones.

España no acudió al encuentro con el frac de las celebraciones aristócratas. Llegó a medio vestir, pesada y sin intuir una referencia goleadora. La pista de baile, seca y deslucida, no acompañó a la danza de una selección pendiente de encontrar el ritmo. Pese a todo, España conoce la melodía de memoria y tiene arrojo para cantar a capela. Iniesta tomó el mando del coro para guiar el canto hacia la aureola, pero esta vez Italia mantenía la garganta fresca para proponer un pulso vocal de altura. La primera parte perteneció, fraccionada, a la jefatura de la azzurra, que presionaba con entrega alejando la bola de Xavi. El barcelonista, desventurado cuando no proyecta el partido que imaginó, no atinaba a perfilar su obra. Su jurisdicción no se extendió como debiera y esta vez, sin que sirva de precedente, no hizo jugar a 22 jugadores. Pirlo vislumbró en esa carencia la coyuntura para seguir agrandando su nombre. Por cada partido como este, al Italiano le surge una nueva arruga en la frente, única evidencia del paso del tiempo por sus huesos.

El partido, bífido en su extensión, se sostuvo para España gracias a las intervenciones de Casillas, que despejó (término recurrente en estos días) las perspectivas italianas en la primera parte. En la segunda, Italia demostró que el talento no es monopolio hispano, y en varios lances apuraron la ventura para adelantarse en el marcador. Como la que persiguió Balotelli con insistencia en la presión para desperdiciar más tarde por falta de lucidez. Prandelli, que no comprendió sus atropellos neuronales, prefirió sustituir al talento por la resurrección del delantero italiano. En la primera que tuvo, no erró Di Natale para aprovechar un pase medido y vertical de su compañero Pirlo.

España recordó malos espectros y se apresuró en retomar el pulso al encuentro. De la mano de Iniesta, un héroe contemporáneo, coordinó el juego para combinar con decisión y verticalidad. En una de esas reuniones que los expertos aceptan en nombrar como «passing game» y que el resto reconoce como belleza, llegó el empate. Fue Fábregas el que empujó el balón a la red, en un movimiento de verdadero 9, con rapidez, anticipación y efectividad. Con el ánimo de cara España consideró su jerarquía y exigió el mando de la batalla. Sólo una ocasión de Di Natale atentó la seguridad roja. Con la incorporación de Navas, afilado y diligente, España encontró un filón para sorprender con alternativas y un ejercicio perfecto de lo que se anhela en un revulsivo. También Torres, que sustituyó al goleador y falso delantero, ejerció con pragmática y dinamismo en funciones de 9. Ofreció alternativas y procuró varias ocasiones que, por espanto o exigencia, erró una y otra vez. El encuentro, que terminó con España volcada sobre el área rival, concluyó con un empate aceptado como bueno por ambas selecciones. Italia descubrió esperanzas alejadas del cattenazzio y España recordó que la estrella no es un aval para el triunfo. El astro sólo decora.