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Vicente Blanco, ‘el cojo’ del Tour

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Texto para Quality Sport.

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Vicente Blanco no andaba, se balanceaba desequilibrado sobre dos muñones. Sus pies, retorcidos en amasijos de músculos, habían sufrido varios percances cuando, en 1904, con 20 años trabajaba en la industria vizcaína, y se convirtieron en dos pelotas de molla y hueso. En el pie izquierdo, una barra de acero le procuró un agujero en el empeine; en el diestro, una máquina le machacó la extremidad y tuvieron que amputarle sus cinco dedos. Pero sobre la bicicleta Vicente, el cojo, mantenía el equilibrio y olvidaba sus penurias bípedas. Se impulsaba en sacudidas, esta vez, armónicas.

Vicente Blanco, que nació en Bilbao en 1884, pertenece a esa generación de deportistas que ejercieron en la frontera del amateurismo. La inestabilidad de profesionalismo pronto le derivó hacia una mentalidad trabajadora y tenaz. Los medios eran insuficientes y cada cual debía desgranar sus ambiciones como mejor intuía. Vicente comprendió que la bicicleta era el medio con el que podía igualarse al resto y buscó la celebridad en la cadencia del pedaleo. Sobrepasó el disparate cuando en 1910, para participar en el Tour de Francia, pedaleó desde Bilbao a París para inscribirse en la carrera. No la concluyó, pero su hazaña le granjeó un dorsal en la memoria colectiva.

Vicente incubó su maduración en el puerto de Bilbao. Pasó por angulista, trabajó en la siderurgia y se moldeó como botero. Pero fue en el deporte donde encontró la ruta para calmar sus necesidades. Se asomó al ciclismo con una bicicleta que encontró destartalada sin gomas en las ruedas. Como sus posibilidades económicas no le permitían comprar unos neumáticos nuevos, ató unas sogas del bote a las llantas y comenzó sus pedaleos. Se entrenó con empeño dejándose ver en carreras locales y escalando en la dificultad de agrandar su prestigio. En 1908 y 1909 alcanzó sus mayores éxitos al proclamarse campeón de España con el mallot de lana de la Federación Atlética Vizcaína.

En el nacional de 1908, el Cojo pedaleó desde Bilbao hasta la capital asturiana, donde estuvo a punto de no tomar la salida debido a la indisposición que le produjo el atracón de chuletas que se había dado el día anterior, pensando que necesitaba esa cantidad para aguantar. Fueron 100 kilómetros muy disputados, en los que tuvo que hacer esfuerzos formidables para mantenerse en carrera, superar su mal de vientre y sobreponerse a una caída producida a 30 kilómetros de meta. El Cojo venció a todos sus rivales porque recurrió a una triquiñuela para alzar el título. Vicente era conocido como un bravucón fantasma que trampeaba de sol a sol. En esta ocasión, se había escapado con varios compañeros pero no podía desprenderse de sus sombras. Cuando a medio recorrido había que firmar en un control de paso, Blanco se lanzó a rubricar su nombre con celeridad. Marcó en el papel a la vez que estampaba las posibilidades de sus contrincantes al quebrar la mina del lápiz y no permitir que estos firmasen el documento. Sin oposición, blanco llegó a la meta en solitario, muy por delante del segundo clasificado, Esteban Espinosa.

En otra carrera vasca, escondió cazuelas de bacalao en distintos puntos del recorrido para reponerse del cansancio. Antes de la salida, había anunciado que no recurriría al avituallamiento. Pero su palabra valía menos que una tajada de pescado.

Con sus ambiciones nacionales rebasadas, Vicente concluyó que el Tour de Francia, una carrera extrema que por primera vez atravesaría Los Pirineos, sería el baremo para medir su competencia. Se lanzó a la aventura de recorrer la distancia entre Bilbao y París, intentando llegar a tiempo para la primera etapa. Alcanzó su meta un día antes del comienzo de la prueba. La bicicleta y las energías parecían de tercera mano.

Sin tiempo para lamentaciones, pudo contactar con un mecánico español que trabajaba en la prestigiosa fábrica de bicicletas Alción, Joaquín Rubio, que le procuró una nueva bici y le ayudó a formar su inscripción. El diario organizador, L’Auto, le obsequió con el dorsal 155, que pertenecía a los “islotes” o desheredados; aquellos que sin equipo, se aventuraban solos en la carrera debiendo buscarse la vida para comer, alojarse o reparar la bicicleta.

Vicente Blanco no acabó la carrera. Existe incluso la duda de si completó la primera etapa, a pesar de que él siempre aseguró que sí lo hizo, aunque con el control cerrado. Las exigencias del Tour, que en 1910 hollaba por primera vez cumbres como el Tourmalet, fueron excesivas para un cojo de provincias. El propio Lapize, que aquel año ganaría prueba, gritó a los organizadores en lo alto del Aubisque una frase demoledora en la memoria: “Asesinos, sois una panda de asesinos”.

El Cojo no volvería a correr el Tour. Se conformaría con carreras nacionales como la Volta a Cataluña. Ya en 1913 abandonó la competición y se centró en su familia. El Cojo había tenido suficiente.

La estrella de Schumacher se extingue en la mediocridad

(Lee el original en El Confidencial)

Schumacher ha lucido durante mucho tiempo como la estrella de un deporte que ha evolucionado maniobrando en el patrocinio de su nombre. Sin embargo, ahora que el Kaiser gobierna un bólido que luce astro en la morrera, sus aspiraciones se estrellan en las tinieblas que marcan los peores números de inicio de temporada de su carrera. El deportista más admirado del primer lustro de siglo asentó su reinado en el rojo de Ferrari. La empresa fue tan contundente que sus 7 títulos mundiales, 91 victorias o 68 poles se vislumbran como fórmulas inalcanzables para el resto de pilotos. Schumacher acostumbró sus domingos bajo duchas de champán y privilegios honoríficos. No obstante, con su parón en 2006 Schumi perdió las prebendas hegemónicas de un espectáculo que progresa al ritmo desenfrenado que marca la inmediatez, y en esta temporada sus números parecen reflejos fantasmales de otra época.

Con su regreso a la F1 en 2010 a los mandos del coche titular de la escudería Mercedes, Schumacher pretendía ejercer de experimentado director de orquesta y encauzar la experiencia de los alemanes en la Fórmula 1. Acabó noveno y octavo en sus dos primeras temporadas, alejado de las escuderías punteras pero sin la opresión que suele ejercer la necesidad. Germinar un proyecto requiere de paciencia y perspectiva, para lo que Schumacher cumplía los requisitos de idoneidad.

Sin embargo, el crédito del alemán comienza a perder vigor por la presión de una losa que impide el despegue definitivo de Mercedes. Schumacher no ha logrado recuperar el domino del volante con el que coleccionó trofeos y su figura ya no despierta el interés de los vencedores. Después de los once grandes premios disputados hasta ahora, sólo ha logrado terminar la carrera en cinco ocasiones, lo que supone más abandonos que en toda la temporada pasada. Un registro desgarrador para quien acostumbraba a negociar el éxito en cada fin de semana. Sólo un tercer puesto en el Gran Premio de Europa y las clasificaciones del sábado, donde ha logrado cuatro terceros puestos en la parrilla de salida, proponen cierto destello para una bujía claudicante.

La sinceridad de los números no cede ante la nobleza del apellido, y la contundencia de sus conclusiones amenaza como un nubarrón de contingencias. Schumacher marcha décimo segundo, con 29 puntos, en una clasificación general donde sólo la catástrofe de Felipe Massa es observada con mayor incredulidad entre los equipos ‘grandes’. No obstante, el buen quehacer de Nico Rosberg no ha descolgado a la escudería alemana de un quinto puesto en la clasificación de constructores.Rosberg, que acompañó a Schumacher en el proyecto de Mercedes, afronta el parón veraniego sexto en la tabla después de haber logrado 77 puntos, 48 más que el Kaiser, y demuestra que el coche, a pesar de sus evidentes carencias, propone perspectivas de notoriedad.

La diferencia entre los pilotos es tal que, en una encuesta que la agencia de noticias SID realizó en mayo, el 55,4% de los alemanes considera que Schumacher debe retirarse a final de año. Pero Schumacher no cede en su empeño de progresar en el proyecto y ha reiterado en varias ocasiones que pretende continuar en el volante de Mercedes. Siempre que los rumores de la posible salida de la escudería de la competición no alcancen la categoría de hecho.

En todo caso, desde Mercedes se pretende encauzar el rumbo agónico con un proceso de reestructuración en su equipo técnico, según informó el martes la publicación italiana Autosprint. La información también especulacon un posible recorte de gastos en el monoplaza actual para centrarse en un nuevo coche. Noticia que arremetería contra los intereses directos de un Schumacher que hasta ahora sólo ha logrado completar el 69% de las vueltas de carrera, pero que supondría un halo de luz para la temporada venidera.

El episodio tragicómico se vivió en el Gran Premio de Hungría, donde la errónea posición de Schumacher en la parrilla de meta provocó el aborto de la salida. En vez de prepararse para otra vuelta de formación, el alemánapagó el motor por lo que tuvo que ser empujado hasta boxes por los comisarios. Cuando le preguntaron el motivo de la maniobra explicó que antes “solíamos hacerlo siempre así”. Hasta 2005 se solía retrasar la salida cinco minutos, pero en su última temporada en Ferrari ya se sustituyó el formato de reanudación por el actual, que impone una segunda vuelta de formación, descontada del total de vueltas de la carrera. El Kaiser pierde facultades.

Mientras tanto, Rosberg amenaza la posición de un piloto que regresó al circuito amparado en la creencia de que el pedigrí es suficiente. El bólido dista mucho de aquel Ferrari faraónico y contundente, pero la diferencia entre los dos pilotos de Mercedes es tal que quizá, como dijo Kapuscinski, “los jóvenes seguirán venciendo, porque el futuro es de ellos y los más viejos seguirán siendo prisioneros de su propia ceguera”. Ceguera provocada por la extinción de la estrella de Schumacher.

España no embellece

Inauguró España la estrella en un Europeo con paso trémulo y dubitativo. Cuando eres campeona del Mundo y clara favorita para cualquier envite que surja no es sencillo embellecerse a costa de los propósitos rivales. La discreción con la que La Roja consiguió su segunda Eurocopa es una percepción lejana y efervescente porque la notoriedad de los «jugones» se hacía corpórea tan rápidamente como lo hacía la culminación de necesidades históricas. España, ahora sí, es una de las grandes, y su celebridad acarrea una competencia palpable que abruma como la atracción gravitatoria. Cada selección con la que se cruza La Roja, se empeña en ejercer de antagonista y exhibir atribuciones que le auguren un futuro en las quinielas. Italia, necesitada de orgullo y piedad, no quería desperdiciar la ocasión de situar su fútbol a la altura de las favoritas y desquitarse de la incómoda verruga de los amaños de partidos. Lo consiguió renunciando a su avaro cattenazzio, descubriendo que alejando los intereses del sórdido ejercicio defensivo el fútbol se acicala con magnificencia y gracia. Maquillada, Italia es más bella. Tanto que embelesó a La Roja para firmar un empate a uno que no obsesiona a ninguna de las dos selecciones.

España no acudió al encuentro con el frac de las celebraciones aristócratas. Llegó a medio vestir, pesada y sin intuir una referencia goleadora. La pista de baile, seca y deslucida, no acompañó a la danza de una selección pendiente de encontrar el ritmo. Pese a todo, España conoce la melodía de memoria y tiene arrojo para cantar a capela. Iniesta tomó el mando del coro para guiar el canto hacia la aureola, pero esta vez Italia mantenía la garganta fresca para proponer un pulso vocal de altura. La primera parte perteneció, fraccionada, a la jefatura de la azzurra, que presionaba con entrega alejando la bola de Xavi. El barcelonista, desventurado cuando no proyecta el partido que imaginó, no atinaba a perfilar su obra. Su jurisdicción no se extendió como debiera y esta vez, sin que sirva de precedente, no hizo jugar a 22 jugadores. Pirlo vislumbró en esa carencia la coyuntura para seguir agrandando su nombre. Por cada partido como este, al Italiano le surge una nueva arruga en la frente, única evidencia del paso del tiempo por sus huesos.

El partido, bífido en su extensión, se sostuvo para España gracias a las intervenciones de Casillas, que despejó (término recurrente en estos días) las perspectivas italianas en la primera parte. En la segunda, Italia demostró que el talento no es monopolio hispano, y en varios lances apuraron la ventura para adelantarse en el marcador. Como la que persiguió Balotelli con insistencia en la presión para desperdiciar más tarde por falta de lucidez. Prandelli, que no comprendió sus atropellos neuronales, prefirió sustituir al talento por la resurrección del delantero italiano. En la primera que tuvo, no erró Di Natale para aprovechar un pase medido y vertical de su compañero Pirlo.

España recordó malos espectros y se apresuró en retomar el pulso al encuentro. De la mano de Iniesta, un héroe contemporáneo, coordinó el juego para combinar con decisión y verticalidad. En una de esas reuniones que los expertos aceptan en nombrar como «passing game» y que el resto reconoce como belleza, llegó el empate. Fue Fábregas el que empujó el balón a la red, en un movimiento de verdadero 9, con rapidez, anticipación y efectividad. Con el ánimo de cara España consideró su jerarquía y exigió el mando de la batalla. Sólo una ocasión de Di Natale atentó la seguridad roja. Con la incorporación de Navas, afilado y diligente, España encontró un filón para sorprender con alternativas y un ejercicio perfecto de lo que se anhela en un revulsivo. También Torres, que sustituyó al goleador y falso delantero, ejerció con pragmática y dinamismo en funciones de 9. Ofreció alternativas y procuró varias ocasiones que, por espanto o exigencia, erró una y otra vez. El encuentro, que terminó con España volcada sobre el área rival, concluyó con un empate aceptado como bueno por ambas selecciones. Italia descubrió esperanzas alejadas del cattenazzio y España recordó que la estrella no es un aval para el triunfo. El astro sólo decora.

España negocia la Historia

La Selección Española se ha ganado el derecho a gestionar sus ambiciones para el Europeo y administrar sus necesidades de éxito. Contenido y continente de lo alcanzado hasta el momento proporciona un salvavidas para despejar titubeos y suministrar optimismo. Tras el último partido preparatorio antes de la competición oficial, ante la China de Camacho, la Roja descubrió carencias y falta de engranaje en distintos aspectos colectivos. Parte de la problemática deriva de la extraña concentración nacional, que hasta última hora no ha recopilado a todos sus convocados, y de la indecisión en puestos determinantes, sobre todo en ataque. El puesto decisivo, hace meses prometido a Fernando Llorente, se debate ahora entre el sevillista Negredo y el reciente ganador de la Liga de Campeones Fernando Torres. La necesidad por definir el referente ofensivo se sustenta en la confianza hacia un número determinado. Los tres jugadores atesoran argumentos en su disputa por la confianza, pero de la decisión dependerá el devenir del juego colectivo. En su esencia, la empresa combinativa invadirá con su aroma los pastos de Ucrania, pero los matices del perfume dependen de la ofensiva. Torres incorpora necesidad de reivindicación, diagonales y movilidad. Negredo, fino en el tramo final de la temporada liguera, ofrece posibilidades de acople al borde del área, incorporación al remate y guarida para balones complicados. Por su parte, el delantero del Athletic colecciona más dianas en su haber y posibilidades aéreas. Pero su actuación en las finales de Liga Europa y Copa del Rey le restan protagonismo, a pesar de haber sido el delantero más en forma de esta selección.

La solución del enigma se resolverá ante Italia, a pesar de que la presencia del titular no garantiza su continuidad en el once. Hasta ahora todo son pruebas. Evidencia de ello es la ausencia de Iniesta en la primera parte ante China. El centrocampista culé es uno de los ases que sostienen este castillo de naipes. Con su incorporación en la segunda parte la selección renovó su vestuario recordando aires de grandeza y demostrando aspiraciones artísticas en lances ofensivos. El éxito pasa por invocar el espíritu de las dos últimas grandes citas, las que elevaron nuestro fútbol a la bóveda de la basílica deportiva. Pero alejados de la competición oficial España ha traslucido lagunas ante selecciones de primer orden, como Argentina o Inglaterra, donde las penurias goleadores saltaron a la visa.

Pero el déficit goleador no emergió en la clasificación para la Eurocopa. En los 8 partidos disputados (contados como victorias) España anotó 26 goles, repartidos entre 10 jugadores, y sólo recibió 6. El dominio del mecanismo y la consciencia de las aptitudes es un trayecto adyacente a la victoria. Que España se reconozca en la moqueta equivale a una perenne lucidez en la que sostener las garantías de triunfo. No es sencillo alcanzar la triple corona, pero si hay una selección capaz de una gesta de tal magnitud, por ambición, calidad, juego y talento, España es la elegida.

Pitar o no pitar

Los españoles, escribió Hemingway en Por quién doblan las campanas, son o las mejores personas del mundo o las más detestables. Según se tercie. Quizá por ello cuando las cosas van de cara, capitaneamos halagos con retórica y nos subimos al carro del ventajismo. Cuando por el contrario hay oportunidad y espacio para azuzar, atizamos varazos a tientas sin importar quién los reciba y menos, dónde lo haga.

En el enésimo capítulo de la charlatanería hispánica, Esperanza Aguirre sale a la palestra criticando resolutivamente la posible pitada que exaltados de Athletic Club y Barcelona pueden procurar cuando el himno de España percuta en los  preliminares de la final de la Copa del Rey. Una melodía tan deslucida nunca fue tan defendida. No es incomprensible la postura de la presidenta madrileña; alguien debe decir ciertas cosas y pretender defender los principios que apodera. No obstante, apelar sin concesiones a la suspensión del partido si los chillos separatistas sobrepasan los decibelios del patriotismo es abandonar la senda de la cordura. Aguirre, por su condición de gobernante estadista debería conocer que su defensa (si es lo que pretende) ante los elementos españoles no hace sino incitar a una reprimenda todavía más sonora y contagiosa de la que podría haber surgido por procedimientos ordinarios.

La Copa, cierto es, se apellida «de Su Majestad el Rey»; pero vivimos en un Estado de Derecho donde cada uno puede expresar libremente su opinión en favor o en contra de distintos signos o símbolos. No hay razón ofensiva en mostrar el criterio sin atentar contra los intereses de un tercero. Pitar un himno, tararearlo con sorna, ponerle letra o no escucharlo no es razón ofensiva ni demandante. El deporte tiene un perímetro que no debiera limitar con el de la política. La diferencia entre quienes pitan y Aguirre es que la segunda ha sido escogida democráticamente y debiera servir por y para el pueblo,  y no obedecer a razones interesadas y aguijonear con un ejercicio deliberado y taimado. Su verbosidad despierta fantasmas y tambalea la sensatez que los agentes comisionados de nuestros intereses debieran poseer. Pero son tiempos de ruina ideológica donde todo cabe. Allá cada cuál con lo suyo.

Sudores fríos

El peso de la Historia puede sepultar a los más grandes, a pesar de los profetas que niegan el privilegio que el tiempo ejerce sobre el presente. “La historia no me invita a hacer nada especial. Los números históricos no tienen ningún significado. La historia no juega”. Así de contundente se mostró José Mourinho en la víspera del encuentro frente al Bayern de Munich. El portugués, que ha demostrado que la crónica del presente se puede escribir de forma autobiográfica, no sucumbe ante los ademanes pretéritos. Sin embargo, las palabras se las lleva el viento.

Mourinho, experto en el arte de eliminatorias a doble partido, conoce los entresijos de manejar un crédito extra. Durante su andadura por la competición europea (con el Oporto, Chelsea, Inter y Madrid) ha exhibido una singular habilidad dominando los tiempos de los 180 minutos. En alguna ocasión la suerte vestía su elástica, y en otras, a pesar de discursos maquiavélicos, los árbitros apoyaron su empresa. Sea como fuere, Mourinho sobresale en Europa.

El encuentro de ida de semifinales de Liga de Campeones estuvo marcado por el raciocinio. Las dos escuadras se emplearon en defender los intereses tácticos en detrimento del espectáculo. Tenían un guión muy parecido: presionar en la medular e intentar galopar contraataques enérgicos. A pesar de la superioridad, no excesiva, del conjunto español, el Real Madrid no encontró la manera de hacer sucumbir a un Bayern demasiado interesado. Los alemanes, alejados ya del título de liga esperaban en la Champions el elixir mágico que reanimara los espíritus de una grada que pretende visitar su propio estadio el día de la final. Es éste un punto clave en las motivaciones de los teutones. Lograron el objetivo merced a un Madrid especulativo y rácano con el empate a uno. Olvidó Mourinho su plática sobre la Historia, y prefirió, como tantas y tantas veces, hacer morir el encuentro de aburrimiento. Le salió mala la jugada, porque Gómez, un cazador de estilo incierto, perseveró en su compromiso con el gol. El 2-1, augurio de las estadísticas cerraba un encuentro emocionante pero demasiado operativo.

Sin embargo, el resultado no descontenta a ninguno de los dos equipos. El Bayern sale reforzado y el Madrid se mantiene vivo con la ventaja de campo en su haber. De nuevo el Bernabéu retomará sensaciones de Champions, de esas que tantos olés desgarraron. Fuera de casa, el conjunto alemán puede ser todavía más peligroso, agazapado en su área, buscando una cuchillada en las alas del pasto o una zancada de Mario. El Madrid debe buscarle la cara al partido, y despejar los fantasmas de la temporada pasada. No ceder ante  la tentación de la precipitación y buscar alternativas a las galopadas en largo. Sentirse dueño y señor del encuentro.

Cada una de las opciones previstas para el partido de vuelta pueden ir y venir dependiendo del encuentro liguero de esta jornada. El Madrid, a cuatro puntos de distancia del Barcelona, visita el Camp Nou con la intención de dar un manotazo sobre la tabla. El resultado final y las sensaciones condicionará los partidos de Champions de ambos conjuntos. Más el del Madrid, que suele ceder ante las mutaciones.

El Barça, por su parte sabe a lo que juega. Lo demostró en su encuentro contra el Chelsea. De nuevo un duelo histórico, aunque esta vez atiende más a antojos contemporáneos, de esos que marcan el dinero negro. En su pretensión por hacer del fútbol algo más que espectáculo, e intentando alzar el balompié al oficio del arte, salió el Barcelona como sólo sabe hacerlo: a dominar la pelota. Síntoma inequívoco fue la presencia de Cesc en el centro del campo, en vez de Keyta, y la formación de la zaga. En vez de buscar la contención de la banda derecha del Chelsea con un seguro como es Puyol, Guardiola entendió que la forma de desactivar al español era alejándolo del área. Recompuso la línea defensiva e introdujo a un Adriano espléndido en tareas defensivas y ofensivas.

El conjunto blue, que parece no percibir otro camino que el de los trompicones, se entretuvo en defender su portería con una dupla de centrales sobresaliente y abastecer a Drogba de todo tipo de balones. El delantero no tuvo el día. Pero solícito y diligente encontró la recompensa a su soliloquio en la delantera. Bregó hasta lograr un gol que sabe a gloria. Máxime cuando el Barça dominó el encuentro a su antojo, pero erró en el colofón del gol. Como en el partido de Bayern y Real Madrid, el resultado no es demasiado malo. El Camp Nou se ha acostumbrado a decidir eliminatorias y las alternativas de los ingleses no parecen alterar el sueño del entendido. No obstante, el domingo podrían despertarse empapados en sudores fríos.

Cuestión de estado (de ánimo)

Si como dijo Valdano el fútbol es un estado de ánimo, la liga española contiene todas sus posibles variantes. Durante toda la semana la elasticidad del espíritu de los sentimientos se ha moldeado en función de las idas y venidas de los dos grandes clubes de España. Después del partido del Barça ante el Getafe, con la diferencia entre Real Madrid y Barcelona reducida a un punto, los culés se creían futuribles ganadores de la competición. Un día más tarde, tras la victoria del Madrid en el derby del Calderón y la distancia reestablecida en los cuatro puntos reales, los madridistas respiraban tranquilos. Ahora, pensaban los merengues, todavía era posible un “tropiezo” en el feudo blaugrana. (No dudo que muchos aficionados del Madrid creen en la posibilidad de victoria en el Nou Camp, pero la serenidad obliga a la cautela. Y una cautela de cuatro puntos es bastante tranquilizadora.)

En esas llegaba el Sporting de Clemente al Bernabéu con la idea de repetir la gesta de la temporada anterior, en la que, con Preciado en el banquillo, los sportinguistas rompieron la racha de imbatibilidad de Mourinho como local. Comenzó el partido de forma idílica para los asturianos, con un penalti dudoso de Ramos que  De Las Cuevas convirtió alzando el optimismo de la Ciudad Condal. Los blancos no reaccionaban en su juego y las imprecisiones defensivas ofrecían síntomas de nerviosismo. Canguelo lo llaman algunos.

Nervioso como en Málaga, Mourinho se inventó una pseudo-polémica inverosímil en el área técnica rival en su intento por la resurrección del alma del estadio. Logrado el apoyo del “entendido”, resurgió el espíritu de la gallardía. Higuaín empató el encuentro y el partido se puso de cara. Ya en la segunda parte, a favor del viento, el Madrid izó la vela mayor y navegó con la vista en la orilla. Cristiano aumentó su cuenta particular y Benzema redondeó una victoria prevista. 107 goles llevan los madridistas…

El Barça comenzó su partido contra el Levante a siete puntos del Real Madrid. Quizá pesase demasiado la presión de alejarse de la lucha por la Liga porque no fluían las combinaciones de solera.  De nuevo, penalti de por medio,  el Levante agitaba los ánimos, y los culés, pesimistas de arraigo, sentían la decena de navajas que les separaba del título. Guardiola, que lee los partidos como pocos, comprendió la necesidad de ensanchar el terreno y encontrar los espacios que tantas y tantas veces se han aliado con los suyos. Delegó en Cuenca la responsabilidad de exprimir al máximo el ancho del pasto y desquebrajar la retaguardia local. El objetivo se logró con vehemencia y Messi, con dos tantos, dio la victoria a los suyos. Se igualó la lucha por el pichichi y se reestablecieron los estados de ánimos. Estados que ya en la próxima jornada estallarán por los aires.

El Athletic se congela

Escribo con las manos congeladas y el alma en vilo. En mi casa hace más frío que en la calle. El gélido pesar de la incertidumbre por el qué será. Estoy helado y sin embargo no decaigo. El Athletic deambulaba por Europa con zarpazos de felino fiero, sin sucumbir a los cebos de furtivos. Pero de vez en cuando, como hoy, se agazapa a la sombra del árbol. El frío de Moscú atacó al pasto y la gabardina no abrigó lo necesario. A cada bocanada de aire se dañaba los pulmones por el tiempo, y el juego se amparó en el celibato.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Con el esférico sangrando, bajo un manto de nieve sencilla, pesada, se ejercitó el Athletic intentando descubrir aquél que se pasea por la Copa. No lo logró por el invierno moscovita, que ya desgarró a grandes ejércitos como el de Napoleón o Hitler. Sobreponerse al tiempo no parecía complicado cuando Muniain adelantó a los rojiblancos (hoy vestidos con la vasca). Pero la segunda parte, como un alud, arrolló a los visitantes con goles de Glushakov y Caicedo. Todo se decidirá en San Mamés, templo de culto dispuesto para liturgias deportivas. En el horizonte está el Manchester United, equipo que genera apetito y placer en la parroquia bilbaina. Sería un encuentro digno de la temporada y dominio de este Athletic de Bielsa. Su idiosincrasia lo precisa. Oremos.

Desafiando el hielo

Quizá no venga a cuento, pero “España es un país sin pulso”. Ya lo vaticinó el 16 de agosto de 1898 el político conservador Francisco Silvela en un artículo  en el diario madrileño “El Tiempo”. En el texto, Silvela desparramaba ante el desfallecimiento, pasividad y falta de reacción vital de una España que perdía sus colonias, y ante los descalabros de Cavite y Santiago de Cuba. La oración, que atrapó la esencia de la historia se juzga, en un ámbito distinto, coetánea. En la excelsa madurez deportiva de nuestra patria un patinador español liza por colocar su nombre y su bandera junto a los laureles del deporte. Lo está logrando. Pero cuando España lo mira, el pulso del país todavía no se altera.

Cuando Javier Fernández tuvo que decidir entre el hockey o el patinaje sobre hielo no se lo pensó dos veces. Nadie le obligó a ello, pero en plena adolescencia, Javier era consciente de la incompatibilidad eterna de ambos deportes. Escogió libremente con las ideas asentadas en la sensibilidad y madurez de los artistas, y lo hizo porque Javier tenía un sueño, y ese sueño era patinar. Desde los cinco años, cuando se puso por primera vez las cuchillas bajo los pies, no ha dejado de hacerlo. Empezó por imitación, seducido por el aroma que hipnotizaba a su hermana Laura, y continuó por la certeza de que ese deporte gélido emitía un calor esperanzador. La esperanza se tornó evidencia el pasado 30 de octubre, cuando Javier se alzó con la medalla de plata, hasta ahora inédita en el patinaje español, en el Grand Prix de Canadá. Galardón que se suma, entre otros trofeos, a sus tres campeonatos de España.

Hijo de un militar, Javier nunca fue un niño corriente. Era “un chico especial con un carisma especial” recuerda Jordi Lafarga, seleccionador nacional de patinaje sobre hielo. Bailaba sobre la pista con la personalidad de los grandes, con la pureza del arte infinito. Fue él quien le apodó “la lagartija”, por “esa forma de moverse”, porque “no era un chico fácil de domar”. Su pasión era el patinaje y lo practicaba inconscientemente. Quizá por ello la prensa lo cataloga como uno de los patinadores más instintivos del panorama mundial.

Pero decir instintivo no es decir tosco. Javier fundamenta su talento poético en una técnica evolucionada y trabajada durante años, los últimos fuera de España. Una travesía sumisa al entrenamiento que le alejó de su familia y de los estudios a los 18 años. Cimentada primero, en la labor del propio Lafarga, Iván y Carolina Sáenz, y evolucionada después con la veteranía y experiencia de Morozov y Brian Orsen, Javier ha sabido alcanzar una sabiduría deportiva que le equipara con los grandes patinadores. Lleva años codeándose entre la élite en el top-10 de la disciplina. Pero no era suficiente. Javier precisaba de una obra genial que elevase su nombre hasta el altar de la gracia. Jordi Lafarga nunca dudó de sus posibilidades, y en 2009 vaticinó que Javier se colgaría una medalla “en un par de años”. Dicho y hecho.

El 30 de octubre, cuando Javier comenzó el ejercicio, parecía una estatua de hielo en medio de “la nevera”. “Mis piernas estaban temblando, estaba muy nervioso antes de saltar a la pista”, recuerda el joven madrileño. Pero las dudas se disiparon cuando la melodía de Verdi, el “Rigoletto”, comenzó a sonar. Javier elevó los brazos con una sensualidad suprema e inició la carrera bajo las notas de la música claustrofóbica. La danza se mostraba instintiva por sensible y pura. Pero nada era casual. El trabajo de tantos años comenzaba a dar sus frutos en una prueba de la Copa del Mundo en la que Javier esculpió su nombre en el hielo del patinaje libre.

165,62. Esa fue la puntuación final que emparedó al español entre los dos últimos campeones mundiales de la especialidad: Patrick Chan y Daisuke Takahashi. Nombres exóticos para un deporte extraño en la hoy patria del deporte. “La lagartija” abandonó su hábitat cálido y seco y encandiló a “la nevera” deslizándose en inspiración lírica. Ya lo dijo Jordi Lafarga: “este chico atrapa con sólo una mirada”.

La gesta, demostró el madrileño, no respondía a la casualidad ni a la alineación de los astros. Rusia, la patria del invierno eterno, fue testigo de la consagración de un joven con cara de Apolo. Dominando el hielo con la frescura de la juventud alcanzó su segunda medalla de plata. Proeza de magnitud que le daba acceso a otra final de Gran Prix, esta vez en Quebec. En Canadá completó su triunvirato de metales con la distinción del bronce. “Puedo hacerlo mejor y ganar si trabajo más duro” afirmó Javier después de la prueba. Estaba seguro de ello.

Quería demostrar que es capaz de ello, y recuperar entre otras coronas, la de Campeón de España. Aquella que perdió en 2010 ante Javier Raya. De esa manera llegó a Jaca, el pasado 18 de diciembre, para demostrar que el nombre de ‘Javier Fernández’ no sólo se escribe con tipografía internacional. El madrileño recupero el oro español y con la prueba se despidió de un año, 2011, que alzó sus patines al Olimpo deportivo.

Sin embargo, no hay agitación, todavía, en los espíritus ni movimiento en las gentes españolas cuando ven a Javier desafiando al hielo.

(Artículo para Quality Sport)

Cuestión de fe

La confianza es una sensación de ida y vuelta en el ser humano. Es posible evocarla, cederla e incluso falsearla. Contador la irradia. Lo hace, porque entre otras cosas, en la inauguración de su periplo jurídico se enfrentó en la mesa de la opinión pública con las cartas boca arriba. Sin titubeos ni pactos. Situación inédita en deportistas sancionados por dopaje. Sin embargo, la fe es irreverente en los acontecimientos de los circuitos judiciales. Creer o no creer, esa no es la cuestión.

El asunto gravita en el maldito clenbuterol, ese extraño elemento del que hace poco no sabíamos casi nada, y del que ahora parecemos expertos. Un componente descubierto en el cuerpo del ciclista que hizo sobrepasar los límites de la legalidad. El hecho, es que por pico-gramos o ínfima cantidad Contador dio positivo. La cruz está puesta. Quizá la sustancia externa no le hiciese alzarse sobre el Tourmalet con la potencia de un motor de dos cilindros, pero el positivo es innegable. Como también lo es el del contraanálisis. Nos queda al menos, el orgullo de no haberse podido demostrar el doping intencionado. Detalle que no es minucia en un deporte tan desgarrado por las drogas de laboratorio.

Una razón más para creer en Alberto Contador. Por ello todavía me duelen más esos dos años de sanción, exagerados y traicioneros cuando el individuo se enfrenta a cara descubierta contra los peligros de un proceso que arrincona los principios del derecho y la presunción de inocencia. Me duele su sanción, me duele su dolor al verse su credibilidad dañada por la pena. Y me duele porque su multa podría haberse visto disminuida ante una solicitud de su gabinete de abogados. Pero lucharon por la inocencia completa, sin contemplaciones ni favores. La cosa no ha salido bien por ahora. Pero la fe va y viene en asuntos terrenales y Contador todavía no ha dado sus últimas pedaladas.